Invierno 2013 / Primavera 2014
Volumen 1, Número 2
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Miedo a marcarle a Brasil
DAVID SENTADO
[Texto mecanoscrito dispuesto para
la imprenta por José María Fons Guardiola]
“Ni el dinero, ni el derecho de veto, ni los votos. La gran pelea del futuro en la Unión Europea es la lengua.” Así comenzaba un artículo titulado “El idioma de Europa”, publicado en el diario español El País el 9 de julio de 2000. Leída la noticia una década después, cuando ese futuro es ya Historia, del recuento de esa batalla surge la lengua española como la gran perdedora. Hoy, la Unión Europea cuenta con tres lenguas de trabajo o lenguas “bisagra” (lenguas pivot, las denomina la propia UE): el inglés, el francés y el alemán. A pesar de ser la lengua europea de mayor proyección internacional tras el inglés, el español ha quedado arrinconado y equiparado en número de traductores a idiomas como el polaco o el rumano. ¿Por qué ha sucedido esto? Con su permiso y paciencia, querido lector, en las páginas siguientes trataré de explicarlo, desde una cierta distancia, desde una perspectiva filipina. Me valdré para ello de dos o tres teorías lingüísticas, una potente metáfora y varios incursos en la política actual y en la Historia.
Los libros de texto españoles tienden a reproducir la famosa cita de Nebrija “la lengua, compañera del Imperio”, subrayando su perspicacia, pero sin caer en la cuenta de que esa perspicacia presente no lo fue en 1492, sino que fue un análisis erróneo o una exageración cuando el prestigioso humanista la formuló. En otras palabras, Nebrija se equivocó cuando la escribió, pero acertó a posteriori.
Hoy en día, la lengua—el inglés norteamericano—sí es la compañera del Imperio. Antaño, en el siglo de Nebrija y en los siglos siguientes, no, o no lo era tanto. Entonces la verdadera compañera del Imperio era la religión. En aquellos siglos, con monarquías instauradas por derecho divino, era la religión el elemento legitimizador a la vez que cohesionador de territorios y culturas tan dispares como Flandes y Filipinas, Aragón y el Virreinato del Perú. En aquel mundo polarizado por guerras religiosas, un credo sin fisuras era, por así decirlo, la principal argamasa ideológica que podía mantener unido un país, más aún un imperio. Tanto Carlos V, que recalcó a su primogénito en su testamento político que no cediera ante los intentos reformistas de tufo protestante, como Felipe II, eran conscientes de ello, y actuaron en consecuencia. En este sentido, el letal desarrollo de la Inquisición durante el reinado del segundo, no se debe ver—y así lo ha ilustrado bella y certeramente el español Caro Baroja en El señor inquisidor—como los desvaríos místicos de un perturbado monarca de leyenda negra, sino como un sutil instrumento de control ideológico de la población, de una eficacia pocas veces igualada desde entonces (Stalin fue un aplicado estudioso de la Inquisición).
Hoy en día, la argamasa que mantiene unido el imperio norteamericano es, claro está, el mercado. Y un instrumento primordial para que los mercados funcionen es que los interesados compartan una lengua, que siempre acabará siendo—cómo no—la del conquistador (todos sabemos qué difícil resulta convencer o imponer nuestras condiciones cuando negociamos en la lengua materna del interlocutor).
Flash back: 976, Monasterio de San Millán de la Cogolla: Un monje para nosotros anónimo anota en los márgenes del manuscrito varias traducciones de algunas líneas especialmente oscuras del texto latino que está copiando. Compone las glosas en su lengua materna, el vasco o euskera, y en el romance vulgar que se está erigiendo en la lengua franca del territorio donde se asienta el monasterio. Es el incipiente castellano.
1976: Milenario de las Glosas Emilianenses. Cuenta el académico de la lengua Gregorio Salvador que desde la Presidencia del Gobierno se prohíbe celebrar la efeméride, “pues el momento político—dijeron—no aconsejaba tal celebración.”1 Recién muerto Franco, inmerso el país en un incipiente proceso de transición a la democracia, liberadas tras décadas de dictadura y opresión las lenguas y culturas de Cataluña, el País Vasco y Galicia, no están los tiempos para glorificar las gestas de “la lengua del Imperio”.
Como todos los pueblos, los filipinos nos acercamos a los otros con nuestro fardo de prejuicios. Pero en el caso de España, por nuestras peculiares circunstancias históricas, los estereotipos son más extremos y están aún más fosilizados. Burdamente, España es para nosotros religión y conquista, un fraile y un conquistador de yelmo y coraza desembarcados de un galeón. “Tres siglos bajo un convento”, todavía resume el filipino su experiencia colonial española, mediatizada nuestra visión común de la ex metrópoli por el filtro de la leyenda negra impuesto por la propaganda estadounidense. En el mejor de los casos, España reviste los ropajes hemingwaynos del último buen país (the last good country) y se manifiesta en nuestra imaginación como una tierra de gente apasionada hasta la médula, gobernada por deseos entrañablemente primarios, un país poblado de irresistibles Cármenes con la navaja en la liga y de galanes que las cortejan sin otro desmayo que la siesta o los obligados recesos para jugarse la vida corriendo delante de varios morlacos. (Quizás, dicho sea entre paréntesis, parte del éxito internacional del cine de Pedro Almodóvar resida en que ha sabido muy astutamente modernizar ese tópico sin perder la esencia del mismo.) Pero en general, la imagen de España que predomina en Filipinas es la “retrógrada”.
A finales de la década de 1980, cuando aterricé por primera vez en España para cumplir con mi obligatorio exilio filipino, nuestro particular servicio económico a la patria, tuve la sensación de haberme equivocado de país. Uno preguntaba por lechón y le respondían con cocina vasca de diseño, buscaba Marcelino, pan y vino y se encontraba con Almodóvar, esperaba toparse con Torquemadas y personajes de Galdós en cada esquina y entraba en iglesias vacías, abandonadas por el pueblo más laico de Europa. En aquellos años, tras el hartazón ultraconservador e integrista de los cuarenta años del franquismo, la mayor parte de la sociedad española se había embarcado en una cruzada contra la Tradición.
En la década de los 80, siguiendo la ley del péndulo, el país entero había sucumbido al virus de Babel, al nada discreto encanto de la Diferencia, y ya casi ninguna de las diecisiete comunidades autónomas de España podía resistirse al lujo de tener selección de fútbol, derechos ancestrales de nación nacida en la noche de los tiempos o una lengua propia.
Ese país al que llegué por vez primera a finales de los 80 se hallaba sumido en uno de los más profundos procesos de transformación de su historia. Sin duda dentro de algunos años podremos apreciarlo mejor, pero ya comenzamos a gozar de cierta perspectiva para evaluar el cambio en todo su significado y poder afirmar que las tres últimas décadas del siglo XX han supuesto quizás unos de los períodos más apasionantes y seguramente el momento más dulce de España en cuatro siglos de su devenir.
Mas como en todo cambio extremo, el organismo que lo sufre concentra energías en unos puntos y las descuida en otros. Me parece a mí que la lengua española salió perdiendo en ese proceso. Sumido el país en esa fascinación por la Diferencia, el idioma español adopta el papel de “grado cero” lingüístico: es una base, un punto de partida presupuesto, un común denominador que, como todos hablan, carece de glamour. Está además marcado negativamente por haber sido la lengua favorecida durante la dictadura franquista.
Como hispanohablante perteneciente a la extinta rama filhispana, con mi melancólica condición de venir del único país hispanoausente, he experimentado un orgullo especial al sentir la vitalidad del castellano en las calles de Miami, o en las librerías españolas de Brasil. Es un orgullo que comparto con hablantes hispanoamericanos. En España, sin embargo, ese orgullo exuda un tufo fascista que lo anula. La falta de atención de los españoles por su lengua común ha sido tan profunda que la gran mayoría de ellos no comprende lo que el castellano significa para los hispanohablantes del continente americano, o para los últimos de Filipinas.
A principios de 2009, el entonces vicepresidente del gobierno regional catalán, Carod Rovira, viajaba a Ecuador con el objeto de conservar y extender los dominios lingüísticos de las lenguas propias de la región. Tras recibir de un indio shuar una lanza como obsequio de la tribu, el dirigente anunció la donación del Govern catalán de un millón de euros para fomentar la educación en las lenguas nativas. Ante la expresión hierática de los líderes tribales, que quizás dudaban de estar comprendiendo al político español correctamente, el discurso del vicepresidente tachaba al castellano como la lengua de la opresión, y les animaba a combatir la hegemonía del castellano en Ecuador impulsando la educación en las lenguas propias del país. El que recibe dinero no protesta, pero adivino la raíz de la estupefacción de los indígenas shuar, pues como todo latinoamericano percibe, la fragmentación lingüística ha sido siempre tanto un obstáculo para el desarrollo económico del campesinado como el as en la manga de la oligarquía caciquil para continuar explotándolo y detentando el poder. Y como todo latinoamericano siente, el español ha sido desde siempre la llave de la liberación y del progreso, tanto económico como político, tanto personal como colectivo. Una de las reivindicaciones históricas del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) ha sido el acceso a la enseñanza del castellano en los poblados indígenas de Chiapas, pues la dispersión lingüística ha favorecido la explotación en la región, y uno de los mayores logros del EZLN ha sido precisamente la construcción en Chiapas de escuelas primarias y una escuela secundaria en la que la población indígena aprende español. Igualmente, entre sus quejas está el constatar que en las calles de poblaciones como San Cristóbal de las Casas, la capital del movimiento zapatista, todavía se encuentran mujeres indígenas que no hablan el castellano.
La actitud del vicepresidente del gobierno catalán, trasladando sus obsesiones lingüísticas desde Cataluña a Ecuador sin sonrojo y sin la más mínima consideración a la conciencia sociolingüística y a la realidad socioeconómica de los nativos, resulta de un etnocentrismo basto, propio del nuevo rico que pontifica obscenamente acerca de las bondades de sus creencias, confundiendo riqueza con razón.
Como filipino, esa actitud me recuerda a la de la Agencia de Cooperación Española, empeñada en gastar millones de pesos en programas de “políticas de fomento de igualdad de género” en mi patria. Siempre hay lugar para la mejora, qué duda cabe, pero uno apreciaría más humildad a la hora de dar lecciones a un país que ha tenido dos presidentas y en el que la mujer se incorporó a la vida laboral varias décadas antes que en España, por ejemplo. El ser lo suficientemente rico como para exportar “cooperación al desarrollo” no otorga poder para pontificar e imponer a sociedades menos acaudaladas nuestras ideas políticas; del mismo modo que el dar sopas a los pobres no confería razón a la señora soltera de Acción Católica para dar lecciones sobre la procreación en el matrimonio. A pesar de ello, la solterona lo hacía. El riesgo era devenir un personaje ridículo que acabara siendo pasto de las burlas de directores como Berlanga en filmes como Plácido. Todavía no hemos visto comedias que ridiculicen a cooperantes o políticos españoles repartiendo maná a los indios, pero sospecho que no tardarán en llegar.
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1 “De la lengua española, los otros esperantos y los nuevos sayagueses”, en Gregorio SALVADOR, Lengua española y lenguas de España. Ariel, Barcelona, 1990. Pág. 18.
METÁFORAS DE FÚTBOL
Y ahora volvamos al título. Esto puede resultar chocante para un filipino, pero no hay nada como la poderosa metáfora del fútbol para ilustrar la política en España, aunque sea cultural. En nuestro caso, quizás sólo la comida puede ejercer un papel similar de polo aglutinador de voluntades y generador de símbolos y parábolas.
Flash back: Argentina, 1978. Copa del Mundo, partido España-Brasil. España precisa batir a la potencia mundial del fútbol para pasar a la siguiente ronda. Con el marcador a 0, Cardeñosa, uno de los más finos cerebros de la historia del balompié ibérico, recoge un rechace y se planta solo ante la portería carioca, enorme, vacía. Incomprensiblemente si no es por el vértigo, se enreda, se demora, cambia de pie el balón, y lo lanza flojo. Para entonces, ya hay un defensa bajo los palos que frustra el gol. El partido acaba con empate a cero, y España cae eliminada.
Sostengo que Cardeñosa no hubiera fallado ese mismo gol ante otro equipo que no hubiera sido Brasil. Sostengo que no hubiera fallado vistiendo la camiseta del Real Madrid o del Barcelona.
Pues bien, sostengo además que, mutatis mutandis, algo parecido le ocurre al idioma español en el concierto internacional, en los mundiales de lenguas. A veces por falta de estrategia, o por miedo escénico, o por falta de un líder que remate en el momento justo, o por esa sobreexcitación que impide serenarse, congelar y matar el partido cuando es preciso, la lengua española no acaba de materializar las expectativas que su difusión internacional y su potencial demográfico prometen.
Las razones son varias: el español, idioma oficial de veintiuna naciones, adolece de una gran potencia que lo respalde en el contexto internacional, en las canchas donde las lenguas se juegan sus cuotas de poder. El francés en el siglo XIX, el inglés en el XX… Como la Historia reciente demuestra, la suerte de una lengua va ligada de modo estrecho al peso del país que la habla. Hasta el presente, ha sido España el país que ha ejercido de principal valedor del castellano. Sin embargo, la influencia que puede ejercer una nación de economía mediana (y de varios conflictos lingüísticos latentes) como la española es limitada. Así pues, sería deseable que ese liderazgo corriera a cargo de una potencia de verdadero peso. Y ésa quizás debería ser México.
Pero puesto que Latinoamérica parece desear erigirse en el paraíso del futurible que jamás se concreta, a la promoción del español no le queda otro remedio que ensayar nuevas fórmulas, en espera de tiempos mejores: a saber, un liderazgo compartido por un doble pivote México-España, auxiliado en ocasiones por medias puntas como Argentina, Chile o Colombia, dependiendo de la coyuntura económica o cultural.
Además de paladines, la promoción de una lengua precisa de discurso y de estrategias. En el terreno del discurso, la lengua española no se desenvuelve mal. Hoy en día predomina uno que algunos han venido a bautizar panhispanismo, o hispanofonía2, y que presenta el español como una lengua mestiza, de encuentro (“Español, una lengua para el diálogo”, reza el lema del Instituto Cervantes), un idioma global y de amplia rentabilidad. Una lengua sólida pero de muchos acentos (“unidad en la diversidad” es otro de los mantras que propone este discurso panhispanista). Una lengua, en fin, que, habiendo renunciado a la tentación de la identificación entre idioma y nación española, se ofrece “deslocalizada”, limpia de contagios identitarios o nacionalistas y por ende apta para ser un bien mostrenco de todas las comunidades hispanohablantes.
Alimentado además por la fértil cantera que son las facultades de Filología Hispánica, este nuevo panhispanismo ha sabido extraer de sus filas una notable selección de lingüistas de talento en apoyo de la causa. Humberto López Morales desde el Caribe, el malogrado Juan Ramón Lodares, Ángel López García, Francisco Moreno, Francisco Marcos Marín… No son pocos y no están mal. Cuentan, además, con un cierto respaldo institucional de compañeros de viaje de peso, como la Real Academia de la Lengua y el Instituto Cervantes. Faltaría, creo, una mayor implicación de otras instituciones de poder político y económico (ministerios, fundaciones, universidades, centros de ideas…), a fin de articular esos discursos en un discurso ideológico que legitime ciertas estrategias de promoción del idioma a corto, medio y largo plazo. Porque, como los sociolingüistas y los expertos en políticas lingüísticas saben, esos discursos, si no vienen acompañados de praxis coyunturales oportunas, no resultan efectivos, se quedan en juego para la galería. El jugar bonito, si no se remata en el momento, si no se sabe controlar el partido, no lleva a ningún lado. Esta lección la tienen muy bien aprendida los italianos en el fútbol y los franceses en políticas culturales y lingüísticas, y ambos la aplican como maestros. Pues en las lenguas, como en el fútbol, nada resulta inocente. Como en el fútbol, las lenguas dirimen sus repartos de poder en espacios y tiempos delimitados, y es en esas canchas donde se baten el cobre y se lo juegan todo, incluida su supervivencia. Nada más alejado de la realidad que el tópico de que a las lenguas las rigen los pueblos y los hablantes son soberanos en su desarrollo y evolución. Sobran los ejemplos de erradicación o consolidación de idiomas desde el poder político (incluso se han dado casos de recuperación e implantación de una lengua muerta como idioma nacional, como ha sucedido con el hebreo en Israel). Sin ir más lejos, en Filipinas tenemos un caso bien ilustrativo. Yo mismo soy escritor en una lengua proscrita y extinguida en beneficio del inglés. Y ésa fue una decisión tomada por el colonizador norteamericano, sin tener en cuenta la opinión del pueblo filipino. (Contaba el colonizador, eso sí, con un discurso algo oscuro y una clara táctica, que le resultó bastante bien e incluyó, entre otras, una campaña de desprestigio del legado de España y un gravamen fiscal a la enseñanza en español, que acabó haciendo a ésta inviable).
Hay dos canchas principales en las que el español se está jugando su suerte: Europa y los Estados Unidos. Muy próximas a ellas, en cuanto a la relevancia para el español, se encuentran Brasil y el eje China-Corea-Japón. Hay además un par de canchas secundarias, pero que no dejan de poseer su importancia por su situación geográfica y su significado simbólico: Guinea Ecuatorial y Filipinas.
De tanto en tanto leemos reportajes periodísticos rebosantes de optimismo sobre la pujanza de la lengua española. Yo, hablante de una variedad extinta de esa lengua, exterminada por decisiones políticas foráneas impuestas, criado bajo el gen de la resistencia, tengo la lengua en bilis bañada y llevo al cuello un vendaval sonoro que se alza tonante ante profecías tan cándidamente optimistas que parecen salidas del departamento de Prensa y Publicidad del Instituto Cervantes. Yo, ante esos ejercicios de autocomplacencia paridos, parece, para elevar la moral de la tropa cervantina, no puedo sino protestar.
Porque deslumbrados por la expansión demográfica del español en América, no somos conscientes de que nuestro idioma está perdiendo, una tras otra, las batallas decisivas, las institucionales, en las canchas donde se está jugando hoy en día sus cuotas de poder. Y esas canchas son sobre todo ―ya lo decíamos arriba― Estados Unidos y Europa.
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2 Vid. Del Valle, José, “La lengua, patria común: La hispanofonía y el nacionalismo panhispánico”, en La lengua, ¿patria común? Ideas e ideologías del español. Madrid, 2007.
L’EUROPE
El caso de Europa resulta bien ilustrativo. El castellano, apoyado por una insuficiente defensa de parte de la propia Administración española, se halla relegado en las instituciones de la UE en beneficio del francés y el alemán. A fin de cuentas, el proyecto de unión europea es una creación de Francia y Alemania, y, como locomotoras de la construcción europea, no se resignan a perder el protagonismo de sus lenguas.
Para el francés, idioma desbancado por el inglés como lengua de relaciones internacionales y en franco retroceso, la UE es el último clavo ardiendo al que agarrarse. Para Francia ha sido doloroso asistir al desmoronamiento del imperio de su lengua en el contexto internacional. Un desmoronamiento más traumático por la notabilísima penetración que había conseguido el francés en todos los campos, desde la diplomacia hasta la cultura. De igual modo que hoy en día si uno le da un pisotón a un viajero en un aeropuerto recurre de modo automático a una palabra de disculpa en inglés, dos viajeros del siglo XIX que hubieran coincidido en una estación o un balneario habrían usado el francés como lengua franca. Guerra y paz, con sus nobles y burgueses rusos conversando entre ellos a diario en francés, refleja claramente la preponderancia que la lengua disfrutó en toda Europa durante el siglo XIX y que a partir de la I Guerra Mundial empieza a declinar de manera inexorable. Czeslaw Milosz data en 1938 el momento en que el inglés remplaza al francés como lengua extranjera en la enseñanza en Polonia3. En España, país en el que por obvias razones geográficas la influencia francófona ha sido siempre especialmente intensa, esa sustitución no se completa hasta inicios de la década de 1970.
Delicado presente y más delicado futuro el que tiene ante sí el francés. Pero lo que también tiene Francia, a diferencia de España o México o de otro cualquier país hispanohablante, es una estrategia bien articulada de promoción de su idioma. Porque ante tan sombría perspectiva, los estrategas franceses han cifrado las esperanzas de su idioma en la Unión Europea, de modo que el francés preste su voz al continente y se erija en la “lengua de Europa.” Así expresa el discurso “oficial” el lingüista Claude Hagège:
Asumida ya por los estrategas galos la posición universalmente aceptada del inglés como primer idioma internacional y lengua global, los esfuerzos de aquéllos se centran en conseguir para el francés el estatuto de “portavoz del otro”, de lengua alternativa. Como los expertos en mercadotecnia saben, no es nada mala la situación de ser segundo, porque despierta muchas simpatías entre los desencantados del líder. Por eso la táctica oficial actual del francés busca potenciar mensajes como la multiculturalidad, o el valor de la diversidad.El francés parece estar hoy a disposición de Europa (…) en calidad de lengua bastante bien situada para prestar su voz a un gran diseño compartido, sobre todo porque, pese a la presencia de Gran Bretaña, que complica la situación, la adopción del inglés americano como lengua principal de Europa quitaría bastante de su fuerza persuasiva a la acción de la Comunidad Europea que está orientada a definir su autonomía. Así puede ser proclamada razonablemente la causa del francés como lengua de Europa…(4)
Así pues, esa imagen negativa acaba calando en los propios hispanos de Estados Unidos, que, inermes ante el tópico, terminan por interiorizar esa “carencia”, por desarrollar un complejo de inferioridad cultural y lingüístico y por procurar con todas sus fuerzas que la siguiente generación se libre del “estigma” de la lengua y la olvide. Todo para que se integre, todo como obligado denario debido al progreso, al American dream.El que es siervo no habla español, ni habla inglés, ni habla nada; su palabra es la mano de un náufrago que se agarra a las olas, y las cosas le pesan y embisten sin volverse lenguaje.
Rizal escribió estas líneas a punto de entrar en la última década del siglo XIX, cuando Filipinas todavía se hallaba bajo el dominio español. Tres lustros después, perdida ya la colonia en favor de Estados Unidos, el erudito español Wenceslao Retana coincide con el personaje rizaliano en su pesimismo sobre el futuro del castellano en Filipinas: “(…) al cabo de tres siglos y medio de continuo roce, los españoles (con exclusión de los frailes) nos hemos quedado ayunos de las lenguas filipinas, y los filipinos (salvo los más o menos instruidos), ayunos de la lengua castellana. No tuvimos un idioma común; (…) así como el castellano no pudo ser, ni hubiera nunca llegado a ser, el lenguaje popular de Filipinas, tampoco lo será el inglés, porque no puede ser… ¡ni debe ser!”11El español nunca será lenguaje general en el país, el pueblo nunca lo hablará porque para las concepciones de su cerebro y los sentimientos de su corazón no tiene frases ese idioma: cada pueblo tiene el suyo, como tiene su manera de sentir. ¿Qué vais a conseguir con el castellano, los pocos que lo habéis de hablar? ¡Matar vuestra originalidad, subordinar vuestros pensamientos a otros cerebros y en vez de haceros libres haceros verdaderamente esclavos! (…) Por fortuna tenéis un gobierno imbécil. Mientras la Rusia para esclavizar a la Polonia le impone el ruso, mientras la Alemania prohíbe el francés en las provincias conquistadas, vuestro gobierno pugna por conservaros el vuestro y vosotros en cambio, pueblo maravilloso bajo un gobierno increíble, vosotros os esforzáis en despojaros de vuestra nacionalidad! (…) [10]
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